Terminaba el post anterior con la muerte de Pedro I y las subida al trono de Alfonso I, quien se ganó a pulso el sobrenombre del Batallador. No solo fue capaz de reconquistar el valle medio del Ebro (lo que le faltaba de las Cinco Villas en 1106, Zaragoza en 1118, Tudela, Tarazona y Ágreda en 1119...), sino que también atravesó los Pirineos para conquistar Bayona y también acosó Valencia, Granada, el norte de Córdoba, Motril... Hombre de profunda religiosidad, parece que nunca tuvo en cuenta que una de las principales obligaciones de un monarca es proporcionar un heredero para el reino, de forma que nunca tuvo en mente el pasar por la vicaría... hasta que la muerte del primogénito de Alfonso VI en la batalla de Uclés. Entonces se reavivó la vieja aspiración de la dinastía: reunir sobre la misma cabeza coronada todos los reinos peninsulares que Sancho el Mayor había dominado un siglo atrás. Dicho y hecho; Alfonso I contrajo matrimonio con doña Urraca, heredera de Castilla y León. De esta forma, Alfonso se convertía en teoría en el perfecto sucesor de su bisabuelo... pero el asunto no acabó bien. El matrimonio entre Urraca y Alfonso fue un auténtico desastre, y la castellana siempre antepuso los derechos del hijo que había tenido antes de ese matrimonio (el futuro Alfonso VII de Castilla y León) a los de su marido. Sea como fuere, el matrimonio nunca tuvo descendencia y tras la muerte de doña Urraca en 1126, Alfonso tuvo que reconocer los derechos de su hijastro a los tronos castellano y leonés, con lo que el sueño Ximeno se desvaneció de nuevo. Las últimas actuaciones del Batallador consistieron en intentar derrotar a los reductos musulmanes en el curso bajo del Cinca. Cuando asediaba Fraga, la guarnición árabe organizó un contraataque inesperado que pillo por sorpresa al monarca y los suyos. Alfonso consiguió salir de la celada, pero las heridas recibidas acabarían con su vida poco después. Era septiembre de 1134 y los sucesos posteriores son alguno de los más interesantes de la historia medieval hispana.
Alfonso el Batallador murió sin heredero, pero lo más espectacular fue su testamento. Directamente, ordenaba repartir Navarra y Aragón entre varios monasterios y las Órdenes Cruzadas que combatían a los sarracenos en Tierra Santa... una auténtica bomba. Por supuesto, los nobles del reino no estuvieron de acuerdo, puesto que eso significaría perder sus privilegios y rentas en favor de los miembros de la Iglesia, así que se tuvo que improvisar una solución de urgencia, que no fue consensuada. Los caballeros navarros se unieron en torno a García Ramírez, biznieto ilegítimo del rey navarro García Sánchez III, mientras que los aragoneses decidían sacar de su monasterio a Ramiro (futuro Ramiro II de Aragón), el hermano monje del fallecido Batallador (bueno, más que monje era obispo...) para que aceptase el trono aragonés. Ramiro II no deseaba ese papel e intentó prohijar (declarar hijo legal) a García Ramírez para que así Navarra y Aragón se mantuvieran juntas bajo el mandato de García. Pero las presiones de la nobleza aragonesa dieron al traste con el plan, así que Ramiro sólo pudo hacer una cosa para ceder un trono no deseado: contraer matrimonio para proporcionar un heredero sobre el que legarlo. Dicho y hecho, pese a ser religioso, se casó, dejó embarazada a su esposa... pero el heredero resultó ser heredera... la reina Petronila, la última Ximena aragonesa. Harto de los resortes del poder, Ramiro II desposó a su hija con solo un año de edad con Ramón Berenguer IV, conde de Barcelona, dando así comienzo a la saga de reyes de la Casa de Barcelona en Aragón.
Un detalle final, pese a lo que cabría esperar, los primeros descendientes de Petronila y Ramón en vez de girar su orientación hacia los asuntos catalanes, se fueron empapando de la idiosincrasia aragonesa (léase Ximena en aquella época), de forma que el hijo de Petronila, Alfonso II el Casto ya fue criticado desde Barcelona, pero su sucesor, Pedro II de Aragón casi podría decirse que contó en muchas ocasiones con la oposición de los nobles catalanes. El verdadero cambio dinástico lo daría el hijo de Pedro, el gran Jaime I el Conquistador, quien sí orientó su política hacia la ambiciones expansionistas en el Mediterráneo que tanto tiempo llevaban exiguiendo los poderes políticos y económicos catalanes.
Alfonso el Batallador murió sin heredero, pero lo más espectacular fue su testamento. Directamente, ordenaba repartir Navarra y Aragón entre varios monasterios y las Órdenes Cruzadas que combatían a los sarracenos en Tierra Santa... una auténtica bomba. Por supuesto, los nobles del reino no estuvieron de acuerdo, puesto que eso significaría perder sus privilegios y rentas en favor de los miembros de la Iglesia, así que se tuvo que improvisar una solución de urgencia, que no fue consensuada. Los caballeros navarros se unieron en torno a García Ramírez, biznieto ilegítimo del rey navarro García Sánchez III, mientras que los aragoneses decidían sacar de su monasterio a Ramiro (futuro Ramiro II de Aragón), el hermano monje del fallecido Batallador (bueno, más que monje era obispo...) para que aceptase el trono aragonés. Ramiro II no deseaba ese papel e intentó prohijar (declarar hijo legal) a García Ramírez para que así Navarra y Aragón se mantuvieran juntas bajo el mandato de García. Pero las presiones de la nobleza aragonesa dieron al traste con el plan, así que Ramiro sólo pudo hacer una cosa para ceder un trono no deseado: contraer matrimonio para proporcionar un heredero sobre el que legarlo. Dicho y hecho, pese a ser religioso, se casó, dejó embarazada a su esposa... pero el heredero resultó ser heredera... la reina Petronila, la última Ximena aragonesa. Harto de los resortes del poder, Ramiro II desposó a su hija con solo un año de edad con Ramón Berenguer IV, conde de Barcelona, dando así comienzo a la saga de reyes de la Casa de Barcelona en Aragón.
Un detalle final, pese a lo que cabría esperar, los primeros descendientes de Petronila y Ramón en vez de girar su orientación hacia los asuntos catalanes, se fueron empapando de la idiosincrasia aragonesa (léase Ximena en aquella época), de forma que el hijo de Petronila, Alfonso II el Casto ya fue criticado desde Barcelona, pero su sucesor, Pedro II de Aragón casi podría decirse que contó en muchas ocasiones con la oposición de los nobles catalanes. El verdadero cambio dinástico lo daría el hijo de Pedro, el gran Jaime I el Conquistador, quien sí orientó su política hacia la ambiciones expansionistas en el Mediterráneo que tanto tiempo llevaban exiguiendo los poderes políticos y económicos catalanes.